Manolo Pienso Compuesto, era un tipo sin futuro. Sin un futuro amable, al menos, pero tan cristalino como una mañana de primavera. Su senda estaba marcada desde el día de su nacimiento. El lo sabía y se encaminaba a su destino con tozuda determinación, pisando fuerte, despejando el camino blandiendo los quince centímetros de acero de su navaja. Tenía los labios finos, un diente de oro y una cicatriz que le cruzaba el rostro desde la patilla izquierda hasta la barbilla. Su cara era su tarjeta de visita. Cuando sonreía un brillo maligno se le escapaba de la boca y su aliento, como una brisa helada, se instalaba en el ambiente. Pero ahora lo veo yacer sobre un charco de sangre. Y si se ha muerto Pienso, ¿cómo lo sabré?
Nasti, nasti, nasti, no confundas al amigo LLauro, Horacio. Te explico Llauro, este microrelato lo escribí para un concurso en el que uno de los requisitos era que obligatoriamente debía aparecer la frase “y si se ha muerto, pienso, cómo lo sabre”. Y a mí se me ocurrió esa fórmula, la de convertir la conjugación verbal “pienso” en el apellido “Pienso”. También podía haber llamado al tipo Manolo Pienso Luego Existo, pero me parecía demasiado largo.
¿Y si se ha muerto?, pienso. Como. Lo sabré si dejo de comer antes de que sea tarde. Escupo el bolo alimenticio sobre el mantel. Escarbo cuidadosamente con el tenedor entre la masa de comida triturada, temiendo encontrarme con su cadáver. Puede que aún viva, confío. No está. Me inquieto. ¿Me lo habré tragado?. No. Siento un cosquilleo debajo de la lengua y noto como asciende, reptando, hasta el borde de mis labios. Dejo que resbale por mi barbilla hasta que cae, por fín, en el plato. Es mío. Lo pincho con el tenedor y lo parto en dos. Me llevo la mitad a la boca y paladeo su textura gelatinosa. Revuelvo la otra mitad con los restos de manzana masticada desparramados por el mantel y me lo zampo todo.