Pregunté al cura del pueblo los horarios de los entierros, compré una casa camino del cementerio y, siguiendo las recomendaciones del proverbio, me senté en el umbral a esperar a ver pasar el cadáver de mi enemigo. Todos los días, a las horas fijadas, aguardé, en vano, el paso del cortejo que acompañaría a mi adversario en su último viaje. Morí de viejo, o quizá de aburrimiento. Tras una oración por mi alma me metieron en una caja de madera y, camino del cementerio, vi con mis ojos de muerto a mi enemigo sentado en el quicio de su puerta viendo pasar mi cadáver. Con gesto de muerto le saludé y con palabras de muerto le dije: - perdona que no me levante, cabrón, pero hoy no estoy para nadie. – Ni mañana tampoco, le oí decir con mis oídos de muerto mientras en su cara se dibujaba una amplia sonrisa.
Aquel gesto le ablandó el corazón y sus lágrimas, que no había derramado desde el último entierro al que asistió, allá por los carnavales de 1.980, comenzaron a resbalarle por las mejillas. La conoció en un chiringuito de playa donde fue a parar atraído por el penetrante olor de unas sardinas que, ensartadas en palos, se asaban al carbón. Llevaba días sin comer y allí estaba ella, en el "Espétame", sentada bajo un parasol, exhibiendo su rotundo cuerpo dorado, apenas cubierto por un exiguo bikini y poniéndose hasta el culo de sardinas. En silencio se colocó a su lado, a escasa distancia de sus pies descalzos. La miró fijamente. La mujer vio dibujado en el rostro de él la viva imagen del deseo. Le lanzó cuatro raspas. Las comió con ansiosa delectación. Se acercó un poco más. Frotó su cuerpo contra sus pantorrillas. Ronroneó. Y al fin le dijo: miau.
Fredi “El Guapo” Benítez bajó la guardia durante una fracción de segundo y acto seguido vio las estrellas. Luego se desplomó como un saco de patatas. Yacente sobre la lona azul le reconfortó el piar de unos pajarillos que revoloteaban alrededor de su cabeza. No sin esfuerzo, se diría que titánico a juzgar por la expresión desmayada de su tumefacto rostro, se incorporó del suelo del ring segundos antes de que el árbitro contara hasta diez. Poco después sonó la campana y se sintió salvado. Sentado en su rincón se tocó la nariz y comprobó horrorizado que, por primera vez, tras veinte inmaculados combates, estaba rota. Sopesó la idea de pedir a su asistente un espejo pero se contuvo. Miró a su oponente, Oscar “Terremoto” Gamboa y lamentó haberse levantado. Añoraba intensamente la reciente lluvia de estrellas y el coro de pajaritos cuando vio a su manager arrojar la toalla.