Llevo años en esta celda oscura y silenciosa, solo. Aquí he echado raíces y he encontrado el descanso y la paz: no tengo deseos, no amo, no odio, no tengo bienes ni tampoco males. Aunque la inactividad física, esta constante quietud, me ha pasado factura y apenas queda vestigio de lo que fui. Pero no me importa, ¿cómo habría de importarme?. Me limito a no ser, iba a decir que también a no estar... y sin embargo estoy. No tengo tiempo ni para amar ni para odiar, ya lo he dicho, ni para ganar ni para perder, pero ocupo un espacio. Un espacio a dos metros bajo el suelo. Y si pudiera sentir y odiar y pudiera levantarme de donde estoy, lo haría, para trepar a la superficie y aterrorizar a los gilipollas que cada uno de noviembre vienen a este cementerio a perturbar mi paz pisando sobre mi tumba.
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Última edición por Zorromono el Vie Nov 22, 2013 1:16 pm, editado 2 veces en total.
El corazón le latía con fuerza. Corrió unas zancadas más y paró a descansar. Miró atrás. No vio a nadie. Se sentó en uno de los troncos esparcidos por el bosque. Madera de conífera recién cortada. Se levantó. Caminó unos pasos. Horrorizado se encontró de frente con su perseguidor. Una careta le ocultaba el rostro, en una mano blandía una sierra eléctrica y en la otra un arbolito de abeto. Resignado hurgó en el bolsillo de la chaqueta, extrajo la cartera y sacó unos billetes. Camino a casa paró en un chino y compró bolas de colores y lucecitas parpadeantes.
Cada año idéntico ritual. Primero se pegó el bigote, y eligió uno ancho y poblado con las puntas ligeramente encorvadas hacia arriba, luego unas copiosas patillas plateadas que hacían juego con sus sienes encanecidas. Siguió con el cabello, que engrasó con brillantina y peinó hacia atrás, hasta su nuca, donde descansó en un revoltijo de rizos. Después, con extremo cuidado, colocó el sombrero de copa sobre su anhelante cabeza. No sin esfuerzo se ajustó el monóculo, metió el reloj de cadena en el bolsillo del chaleco y se llevó un puro habano hasta los labios. Con torera habilidad ondeó la capa en el aire y la posó sobre sus hombros. Empuñó con una mano el bastón con pomo de marfil y con la otra sujetó unos guantes de fina piel. Se miró de cuerpo entero en el espejo del hall y con gesto altivo salió al tumulto de la calle.
Ese día Juan Janeiro optó por ser literal y decidió dejar en suspenso su cotidiana vida en el armario. En consecuencia no descolgó de la percha el traje de Armani, ni rebuscó entre sus corbatas de seda. Con el mismo desdén ignoró sus camisas de popelín, su cinturón preferido de piel de cocodrilo, y no le hizo puto caso a la colección de zapatos italianos cosidos a mano. Ese día Janeiro se limitó a bajar unas cajas del altillo y a vestirse con todo su contenido. Al salir de casa el viento helado de febrero le golpeó en la cara y su cuerpo, aligerado de ropa, se estremeció de frío. Cayó en la cuenta de que había olvidado el abrigo. Regresó. Cuando salió de nuevo se alegró de haber conservado el viejo chaquetón de astracán de su fallecida madre.
Era bajito y enclenque, además de mediocre. Si al menos tuviera la inteligencia de Woody Allen, se lamentaba. Pero no, su único atractivo consistía en la destreza con la que manejaba los inagotables fondos de su visa oro. No se engañaba al respecto, por eso estaba casado con una rubia cañón. Hacían una pareja singular, eran como Danny DeVito y Kathleen Turner. Por la calle los hombres se giraban para mirarle el culo, que ella procuraba mover en sensual contoneo, y a él le dedicaban comentarios jocosos sobre su estatura. Esto le ponía furioso y decidió acabar con aquella humillante situación. La mataría. Pero se vio a sí mismo muerto, matándose a pajas, y cambió de idea. Si no podía estar a la altura de las circunstancias haría todo lo posible por rebajarlas: cortaría por lo sano. Cincuenta centímetros fueron suficientes. Ahora pasea su felicidad empujando una silla de ruedas.[/align]
El autobús aparcó en la gran explanada, cerca de la playa. Colgué la pesada mochila en mi espalda y bajé del vehículo. Desde la terraza de un bar próximo, mezclada con el rumor del mar, se escuchaba una canción de moda. Dirigí mis pasos al campamento de verano. Allí la conocí: guapa, morena, de ojos grandes y negros, de menuda estatura y bien torneadas tetas. Para mí...y para ella, eso me dijo, fue la primera vez: el primer beso..., el primer calentón..., la consumación final de los hechos.... Solíamos meternos mano al anochecer, en un pinar próximo, después de tomar unas cañas en ese bar de la explanada donde siempre sonaba aquella canción de moda. Aún hoy, cuando la escucho, rememoro aquellos días azules y se me eriza el vello de los brazos y una corriente eléctrica me sube desde los testículos hasta el estómago. Sandro Giacobe y su Jardín Prohibido me procuró, desde entonces, magníficos días para la nostalgia. Tuve suerte, me digo, con esa canción que decoraba (y retrataba) nuestro amor adolescente, porque... qué habría sido de mi vida sentimental, de su banda sonora, si en lugar de aquella hubiera sonado otra. Digamos... una cualquiera de Torre Bruno.
A veces, cuando enciendo un cigarro, me acuerdo de su boca, apenas revelada en la débil sombra de los breves atardeceres de octubre. Abrazados los dos, sentados en un banco apartado, entre los árboles del parque, hojas de otoño bajo nuestros pies, a la salida del instituto.
Doy una profunda calada y la beso, expulsando lentamente el humo en su cálida boca, hasta que me falta el aliento. Ella lo aspira, comulgando el humo hasta el límite de la capacidad de sus pulmones.
O es ella la invasora y, después de que le da al ducados una ávida chupada, yo me dejo colonizar por el tibio soplo de su respiración.
Éramos tan jóvenes…, tanto que aún no nos habíamos desprendido del pudor que, de ser más liviano, nos habría permitido explorar con más dedicación nuestros anhelantes cuerpos.
Saqué un cigarrillo y me lo puse en la boca. Busqué en los bolsillos e hice como que no encontraba el mechero que siempre llevaba encima. Entonces la miré, y me pareció observar en ella, que ya llevaba un rato sentada al otro extremo de la barra, una sonrisa no carente de sarcasmo. Aún así me acerqué hasta su taburete con impostado aplomo. " ¿Tienes fuego?", le pregunté. Con la misma risita de perro pulgoso me dijo "mmmmm, creo que sí, un momentito", y se puso a rebuscar en el bolso. Fue sacando objetos y los amontonó en el mostrador: un frasquito de perfume, un pintalabios, un pequeño espejo, una caja de tampones, unas tijeritas, un cepillo para el pelo, un ipod, una medias, un ipad, unas bragas, una peluca, un chihuahua, un sombrero mejicano, una bicicleta plegable… Al fin extrajo un artilugio muy voluminoso, casi tan grande como el propio bolso. Sorprendido exclamé, "coño, si parece un lanzalla…". Y me dejó frito.
Como un james dean cabizbajo, paseo por la ciudad con las manos metidas en los bolsillos. Caen las hojas de los árboles que alfombran de ocre las aceras. Por las calles grises, escobajo en mano, me acompaña el hombre de la basura, que hace montones amarillos que son desbaratados por repentinos remolinos de viento que izan la hojarasca y se confunde con el vuelo de los pájaros. Doy patadas a las hojas y recuerdo los días de Instituto cogido de tu mano.
Cada otoño recuerdo su falda plisada, sus piernas aún morenas del reciente verano, y al final de los muslos sus blancas bragas. Arremolinados al principio de la larga escalera que nos conducía al aula aguardábamos su llegada. Le cedíamos el paso y le dábamos algunos escalones de ventaja; luego, simulando tropezar, caíamos al suelo... Una vez, que no llevaba nada debajo, le vimos hasta los pelos del coño. Ya en la clase, con un pequeño libro entre las manos, nos recitaba: "Les sanglots longs des violons de l’automne, blessent mon cœur d’une langueur monotone...".